En un escrito a Julio Cortázar, así definió Carlos Fuentes al manuscrito de la obra que pronto se convertiría en el referente del realismo mágico.
Gabriel García Márquez decía que no había hecho otra cosa en su vida que escribir historias «para hacer más feliz la vida a un lector inexistente», y con ese deseo escribió también Cien años de soledad, novela magistral del siglo XX y que, en palabras de Carlos Fuentes, es «el Quijote americano». Así la definía Fuentes en la carta que le escribió a Julio Cortázar tras leer el manuscrito de la novela que pronto se convertiría en obra cumbre del realismo mágico y que al escritor mexicano le parecía «una crónica exaltante y triste, una prosa sin desmayo, una imaginación liberadora».
«He leído el ‘Quijote’ americano, un Quijote capturado entre las montañas y la selva, privado de llanuras, un Quijote enclaustrado que por eso debe inventar al mundo a partir de cuatro paredes derrumbadas», le contaba Fuentes a Cortázar y lo recordaba en el prólogo de la edición conmemorativa de «Cien años de soledad» preparada por las Academias de la Lengua Española. «¡Qué maravillosa recreación del universo inventado y re-inventado! ¡Qué prodigiosa imagen cervantina de la existencia convertida en discurso literario, en pasaje continuo e imperceptible de lo real a lo divino y a lo imaginario», afirmaba el escritor mexicano, gran amigo de Gabo desde 1962.
Fuentes fue testigo en México del nacimiento de la obra cumbre del Premio Nobel colombiano cuando lo acompañaba en 1965 por la carretera que lleva de Ciudad de México a Acapulco y vio que García Márquez «se transformó» como tomado por una revelación divina. «Sin saberlo, yo había asistido al nacimiento de ‘Cien años de soledad’, ese instante de gracia, de iluminación, de acceso espiritual, en que todas las cosas del mundo se ordenan espiritual e intelectualmente y nos ordenan: Aquí estoy. Así soy. Ahora escríbeme«, dice en ese prólogo.
Con 38 años, y con cuatro libros publicados ya (La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande y La mala hora) García Márquez empezó a escribir las primeras palabras de su obra cumbre: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». No tenía «la menor idea» de lo que significaban esas palabras ni de cómo seguiría después. Pero no dejó de escribir «ni un solo día» durante 18 meses hasta que terminó el libro, contó el escritor en Cartagena de Indias (Colombia) en 2007, en el Congreso Internacional de la Lengua Española.
El escritor no sabía cómo sobrevivieron su mujer, Mercedes Barcha, y él durante el tiempo que duró el proceso de escritura, pero «no faltó ni un día la comida en la casa», recordó García Márquez en aquella ocasión. «Jamás he trabajado en soledad comparable -le decía el escritor en una carta de los años sesenta a Carlos Fuentes-, sufro como un condenado poniendo a raya la retórica, buscando tanto las leyes como los límites de lo arbitrario, sorprendiendo a la poesía cuando la poesía se distrae, peleándome con las palabras». «A veces me asalta el pánico de no haber dicho nada a lo largo de quinientas páginas; a veces, quisiera seguir escribiendo el libro el resto de mi vida, en cien volúmenes, para no tener más vida que esta», le contaba a Fuentes.
Mario Vargas Llosa analizó en profundidad Cien años de soledad en su ensayo «Historia de un deicidio», en el que afirma que esa obra es «una novela total, en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándole una imagen de una vitalidad, vastedad y complejidad cualitativamente equivalentes». Para Vargas Llosa, Cien años de soledad es uno de los raros casos de «obra literaria mayor contemporánea» que todos pueden entender y gozar.
En el origen de la genial novela está también el viaje que el escritor colombiano hizo en 1950 con su madre a Aracataca, para vender la casa donde había pasado su infancia, como evoca García Márquez en sus memorias, Vivir para contarla. Cuando llegaron al pueblo el choque con la realidad fue terrible. Aracataca se había convertido en un pueblo polvoriento y caluroso y parecía una ciudad fantasma: no había un alma en las calles.
La madre del escritor entró en una pequeña botica y se encontró con una antigua conocida. Ambas «se abrazaron y lloraron durante media hora. No se dijeron una sola palabra». García Márquez las miraba «estremecido por la certidumbre de que aquel largo abrazo de lágrimas calladas era algo irreparable que estaba ocurriendo para siempre» en su propia vida, cuenta en sus memorias. Fue entonces cuando García Márquez vio claro que tenía que contar «todo el pasado de aquel episodio». Años después escribiría Cien años de soledad, ese libro que, según Álvaro Mutis, «cada generación lo recibirá como una llamada del destino y del tiempo y sus mudanzas poco podrán contra él».