«Montaigne recibió una estricta educación en latín y pasaba largos ratos en silencio. Concentrado en un solo punto, lo abarcaba absolutamente todo; nosotros, concentrados en puntos múltiples, no abarcamos casi nada», plantea Jordi Soler en un artículo denominado «El pensamiento vagabundo» y publicado por el diario español El País.

«Tanto estímulo exterior nos aleja del arte más grande de todos, que proponía Montaigne: seguir siendo uno mismo, porque para alcanzarlo se necesitan largas horas de reflexión, es decir, pasar mucho tiempo sentado en una silla, o andando (…) sin hacer nada más que pensar y esto, en nuestro hiperactivo siglo XXI, constituye un pecado capital», reflexiona Soler.

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«Se han acabado los periodos de silencio, quien va andando no produce pensamientos caminados, va consumiendo algo que sale de su mp3 y le entra por los oídos, el que viaja en metro aprovecha el trayecto para hablar por teléfono o para responder un e-mail, y cualquier momento libre se rellena con la información ilimitada que produce la pantalla del teléfono o de la tableta. Nadie tiene paciencia ya para sentarse a oír un álbum de música completo, hay tiempo para oír una sola canción (…); el disco entero nos roba el tiempo que podríamos aprovechar consumiendo otra cosa», añade.

Soler se pregunta en qué se aplica todo el tiempo que se ahorra en no escuchar discos completos ni ver películas largas ni leer libros gruesos. «En consumir más fragmentos: una partida de Angry Birds, una noticia extirpada del periódico, un paseo por el timeline de Twitter, etcétera», responde.

Más adelante, el autor subraya que este mundo vertiginoso es el único que conocen los niños contemporáneos. Si logran escapar de ese laberinto, sus padres, convencidos de que la hiperactividad de este siglo es una cosa positiva y aterrorizados con la posibilidad de que sus hijos se aburran, los llevan a cursos de deportes, idiomas o cualquier actividad que impida que los niños estén sin hacer nada.

«Lo mínimo que va a quedarnos de esta era proclive a los fragmentos, llena de niños sobreestimulados, que no tienen espacios para la reflexión y el silencio, es un mundo sin artistas», concluye Soler.

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